Como lo hemos analizado previamente, la soberanía es uno de los elementos que integran a un Estado. Actualmente, existen 193 Estados reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), como pude confirmarlo la semana pasada en la sede principal del citado organismo. La soberanía es entendida como el poder político supremo, según el Diccionario de la lengua española.

En el continente americano la soberanía se hizo presente incluso antes de la llegada de los europeos, pues prevalecía en las distintas culturas que existieron. Sin embargo, con el arribo de los representantes del Viejo Mundo, dichas culturas fueron cohesionadas y en breve tiempo se les arrebató su calidad soberana.

En nuestro país, la soberanía le fue arrancada de las manos a los ibéricos en 1821, luego de once largos años de guerra por la independencia. Así como lo lee: 1821 y no 1810, como la mayoría de los mexicanos supone. Por tanto, aún podemos celebrar que somos soberanos. Así somos, los mexicanos celebramos los inicios, nunca los desenlaces (que son lo realmente importante, pues los finales son resolutivos y no especulativos, más sí pueden serlo los comienzos de las historias).

El martes pasado, saliendo del en Broadway, me  enfoqué en enterarme de la votación sobre la reforma constitucional al Poder Judicial. El domingo, tal hecho se consumó con el beneplácito de algunos y la algarabía de muchos, demasiados, me atrevería a decir. Al igual que el Grito de Independencia, no tenemos claro que celebramos, pero celebramos bajo el supuesto de que se trata de algo benéfico para los mexicanos. No indagamos más, sólo suponemos y eso basta para festejar.

Así somos los mexicanos (es preciso generalizar), al contentillo. Todo está bien, siempre que nuestras celebraciones, por el motivo que sean, no se vean mermadas. Celebramos sin saber qué celebramos; aplaudimos sin saber el motivo; vivimos el momento sin importar que arriesguemos el futuro. Vamos sobre seguro; sobre lo que hay, no sobre lo que podría haber. Siempre que no nos afecte en lo particular, que el mundo ruede.

Por eso gritamos: “¡Viva !”, sin importar cómo se vive ni la calidad de vida de nuestros semejantes, siempre que nuestro interés personal sobreviva. Ha sido ese individualismo y esa falta de solidaridad la que nos ha llevado a tener el que merecemos, uno que aún no termina de irse y la inmediatamente está juzgando: depreciación del peso, crisis de inseguridad incendiarias en múltiples partes del territorio nacional, confrontaciones abiertas con nuestros principales socios comerciales, la instauración de lo que a todas luces es un Maximato (y nos admiramos de la dupla Salinas-Colosio). Todo frente a nuestras narices, y nosotros, como la película, gorditos y bonitos. Sin enterarnos, ¡peor aún! Sin querer enterarnos para pecar de omisos, pero no de traidores (a cualquiera que sea nuestra causa).

Parafraseando a Porfirio: pobre México, tan lejos de la emancipación y tan cerca de la manipulación. ¡Eso es lo alarmante! Que voluntariamente nos entreguemos a un sistema que ya ha probado ser fatídico, nos entregamos a la dulce melodía de un flautista que nos idiotiza (perdón, debí decir hipnotiza); mientras seguimos presurosos hacia el abismo. Sí, hacemos que la vida nos obligue a resistir, cuando bien podríamos prevenir. Para morir nacimos, dicen los pen…santes.

En 2005, mismo año que comenzó el ascenso político del actual presidente, se estrenó la película de animación digital “Madagascar”, en la cual cuatro pingüinos del zoológico de Nueva York repetían petrificados mientras posaban para el público: “gorditos y bonitos, gorditos y bonitos”. Así actúan hoy muchos mexicanos…

Post scriptum: “Denles pan y circo y nunca se rebelarán”, Juvenal.

*El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).

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