No sorprende que el régimen instaurado en México en 2018 haya incurrido en actos dirigidos a satisfacer a sus operadores y fieles. En toda revolución de carácter ideológico (dura o blanda) acaudillada por un líder carismático ha ocurrido lo mismo. Lo que sorprende es la magnitud y naturaleza de las prebendas así como la identidad y el modus oper-andi (llamémoslo así) de los prebendados. Se alzaron con el país.
Al respecto, hay en Weber unos párrafos que nos vienen «como anillo al dedo»:
Quien quiera imponer sobre la tierra la justicia absoluta valiéndose del poder necesita para ello seguidores, un «aparato» humano. Para que éste funcione el líder tiene que ponerle ante los ojos los necesarios premios internos y externos […] Como premio interno debe alentar la satisfacción del odio y del deseo de revancha y, sobre todo, del resentimiento […] colmar la necesidad de difamar al adversario y de acusarle de herejía. Como premios externos debe ofrecer la aventura, el triunfo, el botín, el poder y las prebendas.
Pero, incluso cuando subjetivamente sea sincera, esta fe no pasa de ser en la mayor parte de los casos más que una «legitimación» del ansia de venganza, de poder, de botín y de prebendas (no nos engañemos, la interpretación materialista de la historia no es tampoco un carruaje que se toma y se deja a capricho, y no se detiene ante los autores de la revolución).
Toda esta descripción, sobre todo la última frase, explica lo que ha pasado en México. Al tiempo en que «La mañanera» prodigaba generosamente los premios internos (la satisfacción del odio y el resentimiento, el deseo de revancha, la difamación del adversario, la acusación de herejía), el régimen procedía al reparto de los premios externos.
Estos premios externos no consistían (como en la Rusia de Lenin, la China de Mao, la Cuba castrista) en la destrucción de la burguesía y la expropiación del capital. Aunque hubo casos de extorsión flagrante (la rifa del avión presidencial, el cobro alevoso e ilegal de impuestos no devengados) esta no fue la norma en México. Lo que ocurrió de manera regular es algo distinto y aterrador: a cambio del poder absoluto, el régimen premió a su séquito dándole el país como concesión.
Todo fue prisa, discrecionalidad y opacidad: aduanas, puertos, aeropuertos. Para construir una refinería innecesaria (y que no refina), un tren ecocida (y sin pasajeros), una megafarmacia fantasmal (que no surte) y muchísimos otros engendros nacidos del capricho, se creó una nueva burguesía concesionaria. Pero eso -como ahora comenzamos a saber- fue lo de menos. Más grave fue corromper, invitándolo al festín, a un sector cupular de las fuerzas armadas. Y aún peor fue la alianza -no por antigua menos alarmante- entre el narco y el poder. Así, al amparo del régimen, una caterva de amigos, parientes, militares, burócratas, funcionarios y pseudoempresarios construyó verdaderos emporios delictivos, como el huachicol fiscal.
Supongamos que el líder, aunque declaró que en México no se movía una hoja sin que el presidente lo supiera, ignoraba la gigantesca corrupción que pululaba a su derredor, incluso en círculos muy cercanos, cercanísimos. Aun así, los hechos son abrumadores: el reparto del botín no tuvo límites ni precedentes.
El régimen que decía combatir a «la mafia del poder», ahora chapotea en «la miasma del poder». En manos del gobierno actual está revelar toda la verdad y aplicar la ley.
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