Uno de los reclamos que a menudo recibimos los que criticamos los errores del presente es que nunca hicimos lo mismo con los gobiernos pasados. Los lectores de esta columna saben que eso es totalmente falso. Desde que yo comencé a escribir en los medios de comunicación en 2001, he hecho lo propio con las administraciones de FoxCalderónPeña y ahora la de López Obrador.

Doy un ejemplo.

Cuando el presidente  estaba en los cuernos de la luna por haber conseguido la aprobación de múltiples reformas estructurales de gran calado, gracias al Pacto por , y antes que comenzaran sus penurias con las crisis de Tlatlaya y la Casa Blanca, varias veces escribí acerca de mi optimismo al futuro por dichas reformas, que yo ideológicamente apoyaba, pero también de mi escepticismo por algunas preocupaciones que tenía.

Una de esas inquietudes era la posible del gobierno priista que podría deslegitimar las reformas que tanto me gustaban. Yo era de los que desde hace muchísimo tiempo ansiaba un gobierno con una agenda modernizadora capaz de aprobarla en el . Pues bien, he aquí que Peña Nieto, contra todo pronóstico, lo había logrado. Lo reconocí y celebré. Pero también afirmé que ese proyecto peligraba precisamente por la preocupación que tenía acerca de la corrupción.

Mi preocupación no salió de la nada. Soy de una generación que vivió su marcada por las crisis de los ochentas y noventas y nunca olvidaré la tragedia del sexenio de Carlos Salinas.

A muchos nos animó un joven presidente que prometió llevar a México al primer mundo con una atractiva agenda modernizadora. Sin embargo, Salinas acabó en el basurero de la por los casos de corrupción que explotaron cuando dejó Los Pinos. Fue devastador para los que estábamos a favor de las reformas. La apertura comercial, privatizaciones, desregulaciones, en fin, todas las reformas orientadas al mercado quedaron deslegitimadas por la codicia de la familia presidencial.

Temía que Peña acabara igual o peor: como un Presidente que intentó reformar a México, pero acabó abominado por la corrupción gubernamental.

Cuando comenzaron a salir los casos de corrupción durante su sexenio, el Presidente y su equipo se quedaron pasmados. No dieron respuestas contundentes, creíbles y apabullantes de dos casos que estaban vinculados: la suspensión de la licitación del tren rápido México-Querétaro y la mansión que tenía la primera dama, Angélica Rivera, en las Lomas, a nombre de un constructor del Estado de México, contratista del gobierno mexiquense cuando Peña había sido gobernador, y miembro del consorcio ganador del proyecto del ferrocarril cancelado.

Peña apostó por un ensordecedor silencio mediático. Inexorablemente, el gobierno reformista comenzó a caer en picada. Cada día se parecía más al de Salinas.

El caso de la Casa Blanca y la extraña cancelación de la licitación ferroviaria los persiguió el resto de sus días. Hoy sabemos, como se rumoraba en aquel sexenio, que la corrupción en realidad era una práctica generalizada. Miles de millones de pesos desviados del erario. Enriquecimientos inexplicables, súbitos y groseros. Un pesado fardo de corrupción. Una sombra que enterró la continuidad de la agenda reformista tan anhelada por muchos.

La corrupción del sexenio de Peña le abrió las puertas de Palacio Nacional a López Obrador. Con la llegada del tabasqueño al poder, comenzó el desmantelamiento del proyecto modernizador que muchos, de buena fe, apoyamos.

Todo por la maldita codicia de los gobernantes reformistas de hincharse los bolsillos desde el poder. Lo único que lograron fue darles la razón a los enemigos de las reformas deslegitimándolas por sólo beneficiar a ciertos funcionarios gubernamentales y sus amigos empresarios.

El presidente Peña no aprendió nada del pasado. Nunca leyó la famosa frase de Karl Marx: “la historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa”. Hoy el país entero está pagando con creces la farsa del gobierno anterior con el desmantelamiento de reformas estructurales que tenían un gran potencial para impulsar a la economía nacional.

 

                Twitter: @leozuckermann

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