Cambiando la nomenclatura de las calles e introduciendo un calendario histórico distinto, el régimen busca regresar el reloj a los tiempos del de Chilpancingo, cuando don Carlos María de Bustamante anunciaba así, frente a José María Morelos, el nacimiento de la nación mexicana:

¡Genios de Moctehuzoma, de Cacamatzin, de Cuauhtimotzin, de Xicoténcatl y de Catzonzi, celebrad, como celebrasteis el mitote en que fuisteis acometidos por la pérfida espada de Alvarado, este dichoso instante en que vuestros hijos se han reunido para vengar vuestros desafueros y ultrajes, y librarse de las garras de la tiranía y fanatismo que los iba a sorber para siempre! Al 12 de agosto de 1521, sucedió el 14 de septiembre de 1813. En aquel se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre en -Tenochtitlan, en este se rompen para siempre en el venturoso pueblo de Chilpancingo.

El fragmento es memorable, el momento lo justificaba, el sacrificio de los mexicas fue heroico, la crueldad de Alvarado fue indecible. Pero Bustamante no escribió esas palabras como historiador sino como profeta de la nación mexicana. Ahora se pretende imponer esa profecía como saber histórico.

Para entender la distorsión, hay que volver a los clásicos. Luis González y González, maestro de varias generaciones, nos enseñó que la suele practicarse de tres maneras: la «historia de bronce», la «historia crítica» y la «historia anticuaria».

Las características de la primera -decía el maestro- son bien conocidas: «recoge los acontecimientos que suelen celebrarse en fiestas patrias, en el culto religioso […] se ocupa de hombres de estatura extraordinaria […]; presenta los hechos desligados de causas, como simples monumentos de imitación…». En la Edad Media, las vidas ejemplares de los santos servían como vehículo de moralización. Desde el siglo XIX, es el género propio de los manuales que dividen el pasado entre héroes y antihéroes. La «historia de bronce» no busca conocer sino adoctrinar.

La segunda variante, la «historia crítica» -agregaba el maestro- «es disruptiva, revolucionaria, libertadora, rencorosa». Su cometido es concientizar a los lectores sobre los horrores del pasado. Es el género militante de tiempos prerrevolucionarios que se vuelve oficial cuando sus practicantes llegan al poder. La historia crítica tampoco busca conocer: busca enardecer.

Frente a estos dos géneros que sirven al poder, existe desde Heródoto la anticuaria, que sirve al saber. Quien practica ese género anticuario -concluía don Luis- «es quien con mayor justicia puede anteponer a su nombre el título de historiador». Su utilidad pública está demostrada:

Es la historia fruto de la curiosidad, no de la voluntad de servir; los «trabajos inútiles» de los eruditos han sido fermento de grandes obras literarias… han distraído a muchos de los pesares presentes, han hecho soñar a otros, han proporcionado a las mayorías viajes maravillosos a distintos y distantes modos de vivir. La historia anticuaria responde «a la insaciable avidez de saber la historia» que hoy condenan los jerarcas del mundo académico, los clérigos de la sociedad laica y los moralistas de siempre. La narración histórica es indigesta para la gente de mando.

Bajo esa clasificación se entienden mejor los despropósitos de hoy. El régimen ha vuelto a instituir la más rancia «historia de bronce», mucho más centrada en los héroes que lo que nunca estuvo bajo el PRI. Ese uso y abuso del pasado se acompaña con una fuerte dosis de «historia crítica» que exalta o deplora los episodios destructivos sobre las largas y complejas etapas de construcción. Ambas son dignas de estudio bajo el lente del saber, no convertidas en instrumentos del poder.

Desde José María Luis Mora y Lucas Alamán hasta nuestros días, pasando por Manuel Orozco y Berra, José Fernando Ramírez, Joaquín García Icazbalceta, Silvio Zavala, Edmundo O’Gorman y Miguel León Portilla, en México se han sucedido quince generaciones de historiadores. Muchos han escrito sobre la brutalidad de la Conquista y la gallarda defensa de los mexicas (yo lo hice en La presencia del pasado), pero nadie adoptaría la interpretación de Bustamante. El virreinato fue un período lleno de luces y sombras, en él se forjó la lengua en la que hablamos y buena parte de nuestra cultura. Cientos de autores dedicaron la vida a su estudio. La propaganda puede ser abrumadora, pero el pasado no cambia por decreto. Doscientos años de conocimiento histórico nos contemplan.

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