El reciente triunfo del presidente Lula da Silva en Brasil constituye un interesante episodio del derrotero de la democracia en el continente. Las crisis económicas, los escándalos políticos y la baja credibilidad de los gobiernos pueden llevar a virajes políticos inesperados.
Fue el caso en Brasil cuando el escándalo Odebrecht marco el fin (temporal por lo que podemos ver) del petismo en el poder y abrió la cancha para que un conservador, para muchos considerado de ultraderecha, Jair Bolsonaro, llegara al poder.
Con Bolsonaro el país llegó a una triple crisis: económica, de salud pública y climática. Lo
interesante es que, a pesar del apoyo incondicional de los militares, que se vieron ampliamente beneficiados durante su gestión, y de su clara intención de reelegirse, al llegar al momento crítico, los electores, aunque por mínima diferencia, optaron por dejarlo fuera y dar de nuevo cabida al viejo líder sindical. Lo más importante de este desenlace fue que la contienda por el poder se realizó de acuerdo con la institucionalidad democrática. El nuevo gobierno habrá de enfrentar un país dividido, en crisis económica, con los militares empoderados y con minoría en el congreso, pero con una perspectiva distinta de futuro para el país.
Brasil no es el único caso con este derrotero. Estados Unidos, una de las democracias más sólidas del planeta, pasó hace dos años por un proceso similar. En 2016 entre crisis económica, el desorden mundial y la ausencia de claridad de rumbo, los demócratas fueron derrotados por el ala ultraconservadora del partido republicano, personificada por Donald Trump. Al igual que Bolsonaro, Trump dio violentos golpes de timón a la vida política interna y externa de su país.
En ambos casos estamos hablando de líderes populista que supieron aprovechar la insatisfacción de amplios sectores de la población, con la situación interna y con gobiernos anteriores. Como candidatos y presidentes, Bolsonaro y Trump recurrieron a la polarización como arma política e hicieron denodados esfuerzos por conseguir la reelección. Los dos fracasaron. Gracias a la institucionalidad democrática, sus proyectos de país, visión del mundo y ambiciones personales, se volvieron efímeros. La institucionalidad democrática funcionó como la vía para deshacerse de los malos gobiernos.
El caso mexicano está en un preámbulo que guarda algunas similitudes con los dos anteriores. Un líder populista que, aprovechando el descontento de la población con la situación y con los gobiernos anteriores, promete una quimera de país con la que logra ganar las elecciones. Al igual que los lideres en mención, López Obrador recurre a la polarización como arma política, y al igual que Bolsonaro – Trump lo intentó, pero no lo logró – colocó a los militares como soporte de su proyecto político. La mayor parte de sus políticas públicas, como en los otros dos casos, han sido pobres de principio a fin y en el camino ha destruido mucho del andamiaje de gobierno, lo que empobrece aún más los resultados y las accione de su gobierno.
Un aspecto particular del líder mexicano es que desde su primer día de gobierno su preocupación central, y casi única, ha sido la continuidad de su proyecto. Esto explica la cantidad de recursos y esfuerzos invertidos en mantener su base electoral. No conforme con ello, ahora está inmerso en la cruzada para modificar las reglas del juego electoral a efecto de asegurar resultados favorables para Morena en la próxima elección presidencial. Aún no queda claro si su intención es llevar la reforma electoral hasta el limite de permitirle la reelección o, como se ve hasta ahora, se acotará a buscar el control de los órganos electorales para asegurar el triunfo de Morena.
A pesar de sus aparentes victorias, se vislumbran en el camino obstáculos que se antojan
infranqueables. El primero es el desgaste de su gobierno y de su popularidad que cada día que pase seguirán aumentando, no solo por la ausencia de resultados sino también por el evidente fracaso de sus multimillonarias obras emblemáticas. El segundo es la pobreza de su equipo, las divisiones internas en su partido y el perfil de sus precandidatos, ninguno de ellos con su carisma y liderazgo. Ante esto último, y ante la perspectiva de que ninguno de sus candidatos tiene los tamaños para sustituirlo o para ganar, no debe descartarse que llegue a considerar que la única forma de darle continuidad a su proyecto es su permanencia en el poder, lo que desembocaría en una crisis política de impredecibles consecuencias, de la que seguro él no saldría bien librado.
Finalmente tendremos la decisión última del electorado. Si la oposición logra consolidar una
alianza, un buen candidato y una robusta maquinaria electoral, López Obrador podría correr la misma suerte que Trump y Bolsonaro, que fueron derrotados en el contexto de la institucionalidad democrática por el voto de los electores. En la política, como en los juegos de azar, cualquier cosa puede suceder. Los escenarios se pueden mover por rumbos inéditos y darnos grandes sorpresas, claro, buenas y malas.
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