Greta Thunberg tiene razón. En la lógica de la activista sueca de 16 años, ¿para qué seguir con una serie de actividades ordinarias, si el sistema político y económico del orden internacional conduce a la humanidad por el camino de la extinción marcado por el fenómeno del calentamiento global? ¿Para qué forzar a toda una generación de adolescentes a prepararse en los salones de la academia, si los líderes del mundo y el contexto de intereses que los rodean desoyen los llamados reiterados de la ciencia a mitigar las causas del , evitando con ello la destrucción de ecosistemas?

Y es que la vista retrospectiva al expediente de la política internacional de medio ambiente tiene un patrón muy similar al de enfermo en condición terminal. A décadas de alertas emitidas por especialistas sobre las proyecciones de la creciente fuerza natural e impacto social de los fenómenos meteorológicos, le siguieron largos años de intensas negociaciones multilaterales para concertar acciones a efecto de disminuir la huella de carbono. Con ello, se buscaban condiciones futuras que mantuvieran el incremento de la temperatura global por debajo de los dos grados centígrados.

Sin embargo, la permanencia de los esfuerzos enmarcados en el Acuerdo de París de 2016 resultaron efímeros. No sólo por el súbito retiro de uno de los dos principales países emisores de gases de efecto invernadero,  , apenas tres años más tarde con la llegada del presidente a la Casa Blanca, sino por la tibia conversión a una verde observada en las más diversas naciones, propiciada, en gran parte, por la imposibilidad de conseguir una recuperación plena del crecimiento económico mundial tras la crisis financiera de 2008.

Hoy, la estridencia política y la polarización social que promueven el regreso a políticas poco sustentables para recuperar el dinamismo de la marcha de la economía, contrastan con los entornos mediáticos que resaltan en espacios destacados el deshielo acelerado de glaciares, la destrucción por huracanes y los extendidos incendios forestales. De acuerdo con organizaciones internacionales, las emisiones de carbono podrían provocar un calentamiento global que llevará, en las regiones con mayor biodiversidad del planeta, a la extinción de entre el 25 y el 50% de las especies animales y de plantas.

No hay que esperar, por cierto, al fatídico fin de siglo definido por la comunidad científica, para que la humanidad comience a experimentar alteraciones en los ciclos agroalimentarios, sequías y altas temperaturas, con sus consecuentes impactos en la salud de las familias, el patrimonio de las personas y los avances en la política social. Si ya hay signos claros de ello, la Organización de las Naciones Unidas incluye entre sus previsiones la inseguridad alimentaria, la forzada y el aumento en enfermedades.

Por todo ello, los organismos multilaterales y los gobiernos nacionales han perdido la brújula del liderazgo en la lucha contra el cambio climático. Tuvo que aparecer una estudiante de 16 años para recuperar la pertinencia de esa bandera de política internacional. La prueba es que si Greta Thunberg se embarcó durante dos semanas en un velero de cero emisiones de carbono, con la finalidad de arribar a la cumbre climática de Nueva York desde el Reino Unido, no podía esperar otro recibimiento tan sintomático de la falta de propuesta institucional, como la bienvenida superficial que Naciones Unidas le organizó sin más mensaje de fondo que la presencia de 17 embarcaciones pintadas conforme al igual número de los Objetivos del .

A su edad, debe ser agotador tener que lidiar con la pereza institucional. Por eso, al igual que miles de jóvenes alrededor del mundo a los que ha motivado a la huelga escolar por el clima, apuesta más por un cambio cultural de la sociedad que por alentar la responsabilidad de la clase política. Aquí la pregunta es si el deterioro del planeta dará tiempo a que esa generación llegue a los puestos de poder y, con base en el cambio cultural, consiga salvar el futuro de la humanidad.

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