En este repaso que vengo haciendo sobre las relaciones entre el historiador y algunos presidentes de , toca el turno a , quien había sido su discípulo a principio de los veinte en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela de Leyes. Seguramente escuchó estas palabras del maestro en el curso inaugural de «Sociología Mexicana», en 1925:

«Crítica, crítica severa, honrada, cuidadosa pero crítica, siempre crítica, aun cuando a veces resulte amarga y dolorosa… Las cosas buenas están bien. Las malas son las que hay que remediar. Es más honrado saber con lo que no se cuenta que jactarse de lo que se posee».

Esa actitud crítica, característica de don Daniel, alcanzó su mejor momento en «La Crisis de México» (Cuadernos Americanos, Enero-Marzo, 1947). El ensayo lamentaba el abandono de los ideales de la Revolución mexicana, pero no fue un veredicto sobre el régimen de Alemán, que apenas comenzaba. No obstante, la ola de ataques oficiales y oficiosos que provocó llevaron a Cosío a tomar una importante decisión. En 1948, a sus cincuenta años de edad, cambiaría de «casaca»: dejaría el Fondo de Cultura Económica (entonces en el cenit de su prestigio) para dedicarse de tiempo completo a la magna moderna de México.

En su biografía consigné un encuentro grato entre el presidente y el historiador. Fue en ocasión del quince aniversario del Fondo de Cultura Económica. Por conducto del secretario de Hacienda, Ramón Beteta -que pronunció el discurso oficial-, el ratificó su sustancial apoyo a aquella institución que era orgullo de México. El valor simbólico del acto no fue menor, porque Beteta había sido el responsable directo de un cese injusto contra don Daniel en la cancillería, en 1936. Ahora no le quedaba más que admitir su error.

Pero las buenas formas no impidieron que el crítico se formara una opinión independiente sobre la marcha del país. La vertió en un breve texto de 1951: México había torcido el rumbo.¹

Cosío Villegas creía que los dos fines fundamentales de una sociedad responsable eran el progreso material general y la libertad política individual. En ambos casos, México fallaba. El gobierno no buscaba el material general sino una versión restringida, el crecimiento industrial, que privilegiaba a la triple casta de los funcionarios, los obreros y los empresarios: «Así, una tesis fascinadora por su contenido de evidente justicia social se transforma en una tesis económicamente discutible, social y políticamente repugnante».

Aún más grave le parecía que «el tan decantado progreso material y no sólo el minúsculo industrial» fuese «usado como chorro de luz que se arroja a los ojos del pueblo para cegarlo deslumbrándolo, e impedirle así ver sus propias llagas… ¡sus llagas políticas!».

Una de esas llagas era la forzada obediencia:

«… el gobernante cuyo programa es exclusivamente de progreso material, declara que es tan esencial a la dicha del pueblo, que refleja tan esplendorosamente la pujanza de la patria que, para dárselo, principia por pedir orden, trabajo, disciplina, y acaba por exigir acatamiento ciego y servil, la sumisión abyecta de todo el país».

Otra era el culto a la personalidad:

«Exige más ese gobernante: el reconocimiento de que es obra personal suya todo ese progreso material, hecho, no con el dinero personal del gobernante, sino del país; no con las manos del gobernante, sino las del obrero mexicano; y a un costo que, de conocerse a ciencia cierta, produciría un vértigo mortal. Exige, pues, que cada una de las obras lleve su nombre propio para que las generaciones futuras lo vean en todas partes, como a Dios».

Una tercera era la «desmoralización» producida por el «engrandecimiento» del gobernante a costa del «empequeñecimiento de los demás».

Hacia 1969, coincidieron en un Congreso en la Universidad de Texas. Tuvieron intercambios respetuosos y cordiales. Alemán defendió al sistema con estas palabras: «Doctor … el partido presenta al hombre para dar la oportunidad a la opinión nacional y no solamente a los miembros del partido, de evaluarlo como candidato. Así se atrae el apoyo de las personas que no son miembros del partido, pero que simpatizan con la tendencia del candidato». El historiador insistió en su crítica al presidencialismo todopoderoso, y pensando en el juicio de la historia le aconsejó escribir sus memorias.

El juicio llega, tarde o temprano. Y recuerda las llagas.

¹ Problemas agrícolas e Industriales de México, octubre-diciembre de 1951, vol. III, núm. 4.

www.enriquekrauze.com.mx

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